En épocas pretéritas, el artesano producía y esperaba hasta vender lo que ya tenía almacenado. El alfarero, por ejemplo, realizaba una serie de botijas, las almacenaba y esperaba a que llegaran los compradores para adquirirlas o bien, él mismo, las ofrecía en el mercado. Mientras tuviera botijas de este tipo no producía ninguna más, dedicándose a la fabricación de otros productos del barro como porrones, cántaros o tiestos para macetas.
Las fábricas no pueden detener la producción y los costes de almacenamiento disparan los precios de los productos hasta hacerlos poco competitivos, por eso la producción masiva de productos debe ir acompañada de una aceptación de mercado tal que permita una producción en serie con la menor cantidad de “picos de producción” posibles.
En la actualidad, el concepto de producto va más allá de aquellos bienes producidos en una factoría, y abarca desde servicios financieros (seguros, servicios de banca, hipotecas, …) hasta prestaciones de toda naturaleza.
La antigua consigna de los directivos de las empresas… “Vende lo que yo pueda producir” ha dejado paso a una más orientada al cliente… “Produce lo que yo pueda vender”. Por eso, en la actualidad, los departamentos de Investigación y Desarrollo (I+D) trabajan conjuntamente con los departamentos responsables de la investigación de mercado. De esta manera, se trata de acercar la producción a productos que tengan suficiente demanda, que estén de acuerdo con las preferencias de los consumidores; los reyes del mercado y los que tienen la última palabra a la hora de decidir.
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